Tengo un abrazo huérfano de cuerpo,
un siseo de silencio que llega a ningún oído,
unas manos abiertas, pero secas,
unas ganas enormes de ser niño,
la esperanza que migra a otro sueño
y unas alas atrofiadas y maltrechas.
Tengo en los bolsillos medio quinto,
y traigo en la mirada dos cansancios;
voy con tres puñaladas en la espalda,
y ya me cuesta respirar y dar un paso.
Tengo una ironía que no me dice nada,
una ausencia atravesada en mi garganta,
y un tal vez tan lastimado, tan herido,
tan lleno de fe, tan redentor, tan condenado,
que camina dejando su huella ensangrentada
cual barata imitación de Jesucristo.
Y en las venas, en las venas traigo
tinta fermentada
por un corazón que adolece tus latidos,
y mis ojos,
a fuerza de estrellarse contra el muro de tu espalda,
tienen ceguera de futuros y de olvido.
Estoy, en fin, lleno de tanta nada,
tanta ausencia y nulidad, ¡tanto vacío!,
y se ha vuelto la carga tan pesada
que me siento a descansar en cada casa
que quiera poner Dios en mi camino,
y me disipo, encorvando más la espalda,
y en cada estación me nadifico,
y se esconde mi alma, temerosa del juicio,
pues debió ser egoísta y trascenderse,
y le atormenta no cumplir su cometido.
¡Cual discípulo de luz me condenaste
a ser ejecutado y perseguido,
a morir crucificado boca abajo,
con el mundo al revés en la mirada
y la fe en la promesa de tu abrigo!
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